Fue en tercer año de media, allá por el lejano año 79. Éramos todos adolescentes poseídos por las mismas curiosidades e inquietudes sobre la vida sexual, una dimensión que empezábamos a conocer y que buscábamos vivir a plenitud, con el entusiasmo de quien acaba de encontrar el tesoro que ha estado buscando durante toda su vida. Eran, por fortuna, épocas en las que los tabúes se despedazaban o se habían despedazado ya ante el incontenible avance de los tiempos y del empuje arrollador de las generaciones precedentes, aquellas que marcaron las décadas del 60 y del 70.
En el colegio religioso donde estudiábamos, el sexo era un tema que se trataba en las clases de Ciencias Naturales o Biología, pero también en las clases de Religión; en estas, inevitablemente, se exponía la posición de la Iglesia sobre moral sexual, y siempre parecía haber respuestas para todo. Para complementar los contenidos dados en clase, los curas conseguían documentales que nos proyectaban periódicamente en la sala de audiovisuales. Dichos documentales —la mayoría proporcionados por las embajadas— trataban sobre adolescencia, vida sexual, y venían en soporte fílmico. En aquel entonces el video era una rareza que asumía la forma de betamax y había llegado hacía muy poco. Aunque en la sala de audiovisuales había cuatro monitores que configuraban un flamante circuito cerrado de televisión, la película y los proyectores aún tenían la palabra.
Con ello no se evitaba, sin embargo, que los alumnos llevaran al colegio material impreso alternativo para informarse e informar a su manera de cómo eran las cosas. Bueno, era evidente que los curas nunca iban a hablar de poses sexuales o mostrarnos material en vivo o, mucho menos, mandarnos ejercicios.
Una tarde de las tantas en que nos tocaba Religión después del recreo de mediodía, nos llevaron a la sala de audiovisuales. Y una vez allí, el cura de turno nos informó que pasarían una película titulada
El primer amor. La novedad: no era un documental, sino una película de ficción.
Y empezó la película, hablada en una lengua extraña que no era ni el inglés, ni el alemán —del cual conocía yo algunas palabras sueltas— ni los fácilmente reconocibles francés, italiano ni portugués. Yo, aficionado a la vexilología y a la heráldica, reconocí el escudo de Polonia en el frontis de la escuela donde estudiaban los protagonistas, un grupo de adolescentes. El filme, sin embargo, se centraba en uno de ellos: un muchacho que se enamoraba de una chica llamada Monika.
Monika era una muchacha delgada, creo que pecosa y de cabellera larga y rubia. La película no la presentaba en una aparición repentina e imponente, sino que iba mostrándola poco a poco, como un misterio que progresivamente se desvelaba. Primero se le veía de espaldas, luego giraba la cabeza, pero su cabellera dejaba ver apenas una parte de su rostro... Y el joven polaco iba enamorándose de Monika... Al igual que nosotros.
Y el muchacho se consagraba a la conquista de su amada. Y todos seguimos la historia con interés. Nadie se aburría, nadie hacía ruido ni decía chanza alguna. Todos en silencio manteníamos fija la vista, ansiosos de conocer el desenlace. Y así estábamos, cuando de pronto se interrumpió la proyección y se encendieron las luces.
Había llegado la hora de salida, informaba el padrecillo. Alguien acotó, entonces una conclusión lógica disfrazada de pregunta: “¿La terminamos de ver mañana, padre?” Pero el cura nos dejó fríos al negar con la cabeza: “Tenemos que devolver hoy día la película a la embajada de Polonia”.
“¡Padre, nos quedamos!” “¡Sí, nos quedamos!” “¡Nos quedamos!”, resonó en la sala, en un coro de voces desafinadas y superpuestas. Pero el cura volvió a decir que no. No se podía. Era hora de la salida y punto.
Y nos fuimos a nuestras casas. Sin embargo, no nos sentíamos desalentados. Abrigábamos, no la esperanza, sino la seguridad de que terminaríamos de ver la película, que el cura explicaría a los funcionarios de la embajada lo sucedido y que los polacos comprenderían y accederían.
Al día siguiente, temprano por la mañana, ni bien nos acomodamos en clase (nos tocaba Biología), el profesor —un individuo de apellido común al que simplemente nos referíamos con el mote de Pajarito—, nos hizo salir del salón y formar en el patio. Luego nos indicó que nos dirigiéramos a la sala de audiovisuales.
Y las sonrisas poblaron nuestros rostros. El nombre de Monika fue pronunciado entre gestos de entusiasmo, y los comentarios retomaron el hilo de la trama. Y llegamos a la sala. Y nos sentamos felices, como pocas veces, dispuestos a contemplar la culminación del romance y el final feliz de la historia, que nuestras esperanzas matizaban con una dosis de fantasías sexuales.
Se apagaron las luces, el proyector empezó a andar y... ¡Carajo! Era un documental sobre fuentes de energía... ¿Y Monika? Pues simplemente ya la habían enviado de vuelta a una vil mazmorra detrás de la Cortina de Hierro. No podía ser. No podíamos aceptarlo. Y tanto no podíamos aceptarlo que empezó el reclamo en voz alta: primero los matones de la clase, luego los payasos de siempre —que en esta ocasión se pusieron serios—, y finalmente los más tímidos pusimos nuestro grano de arena: “¡Monika!”, “¡Monika!”, “¡Monika!”, “¡Monika!”... Un reclamo enardecido que el insignificante Pajarito no conseguía acallar. Y las cosas continuaron así hasta que, atraído por el escándalo, apareció el alargado encargado de disciplina, armado con su clásica vara, símbolo de autoridad, con la cual prolongaba la extensión de su ser. La aparición de su rostro malhumorado bastaba siempre para callar toda indisciplina. Y esta vez no fue la excepción.
Pero el sujeto ese no se contentaba con el silencio ahora imperante en la sala. Había que pagar por el escándalo. Y lo hicimos con los clásicos ejercicios extenuantes a los que el tipo le gustaba someternos: carreras, saltos, ranas...Una kilotlón que nos daba la sensación de estar padeciendo un lavado de cerebro en el que nos decía “¡Monika no existe más!” “¡Olvídate de Monika!” “¡Olvídate de Monika!”
No fue fácil olvidarla. Además, la curiosidad por saber el final de la historia contribuyó a mantener vivo el recuerdo. En mi colegio, el tercer año de secundaria se dividía en cuatro secciones: A, B, C y D. Nosotros estábamos en la sección A. La gente de la B, de la C y de la D sí habían visto la película completa en los días anteriores. Sin embargo, nadie se apiadó de nosotros: jamás soltaron el final. En un principio parecía que estaban siendo generosos con nosotros. Pero descubrimos luego la amarga verdad: que jugaban con nuestro dolor contándonos simultáneamente un sin fin de desenlaces, cual colectivo Ts’ui Pen en su borgiano jardín de senderos que se bifurcan. Lo peor de todo es que los relatos del supuesto final eran pródigos en detalles que nos hacían lamentar el bien perdido: concretamente, todos los desenlaces estaban adornados con efervescentes descripciones de las proezas sexuales de Monika y todas las cosas que el pata hacía con ella.
Y pasó el tiempo. Transcurrieron primero los días, luego las semanas. El nombre de Monika se siguió escuchando, sin embargo, aunque cada vez con menos fuerza. Incluso al inicio del siguiente año escolar todavía nuestro colectivo amor platónico lanzó un estertor, cuando al iniciarse la proyección de un documental, alguien todavía se atrevió a decir, aunque sin alzar demasiado la voz, el dulce nombre de Monika. La vida, finalmente, siguió su curso y otras musas terminaron desplazándo a la joven polaca de los corazones de los que entonces éramos adolescentes.
Hace un par de años me reencontré con la gente de mi promoción, pero hasta ahora no les he preguntado si alguno de ellos había tenido la oportunidad de ver nuevamente a Monika. Lo más probable es que no.
En todo caso, yo sí volví a ver a Monika.
Ocurrió muchos, muchísimos años después, una tarde en Mannheim. Me había sentado frente al televisor, no tanto en búsqueda de entretenimiento, como de mantener el entrenamiento permanente del oído ante la lengua alemana. Zapeando entre los pocos canales de la señal abierta, di con una película. Los muchachos que protagonizaban el filme se me hicieron conocidos ¿Había visto esa película antes? Y de pronto un detalle me iluminó: el escudo de Polonia en la fachada de la escuela. ¡Eran ellos, los amigos de Monika! Pero... ¿Y Monika...? ¿Y el enamorado adolescente que buscaba su amor? Intuí que eso debía ser una serie, o de una serie de películas con el mismo grupo de chicos, porque la trama iba en una dirección completamente distinta de un guión centrado en un romance...
Hasta que en un momento ella apareció.
Sí, Monika, la misma adolescente de larga y rubia cabellera. Caminaba por el campo, tomada la mano de su galán: el muchacho había logrado conquistarla. Y se dijeron palabras de amor. Y se besaron...
Y nada más. Luego la película volvió su atención sobre la trama principal; y poco después, terminó.