Yo sabía de su existencia, por supuesto; incluso tenía motivos más que suficientes para sospechar de su presencia en las cercanías. Sin embargo, no me desvelaba la posibilidad de encontrármela: estaba seguro de haber tomado desde siempre las precauciones correspondientes para evitar el temido encuentro. Además, juzgué como una buena señal el hecho de que ninguno de mis compañeros de trabajo había sufrido la desdicha de cruzarse con ella en las inmediaciones.
Pero ocurrió. Una sucesión de inesperados hechos fortuitos que fueron encadenándose me llevaron irremediablemente hacia ella el día lunes. Aparentemente, todo andaba bien ese día y no había nada que temer. Los estragos de su presencia empezaron a manifestarse el martes. Me sorprendió en el trabajo, temprano por la mañana y se manifestó escandalosamente. Salí de la oficina, pensando que el asunto se resolvería pronto; pero cuando volví como una hora después, me di cuenta de que, en realidad, las cosas recién empezaban. Los primeros estragos se me notaban en el rostro, la gente me preguntaba qué era lo que pasaba. Y sí, pues, ocurría algo muy, pero muy serio. Le expliqué la situación a mi jefe y me dio el día libre.
Y la llevé conmigo: no había alternativa. Y una vez en mi casa, ella no me dio tregua. Salir en busca de ayuda era una insensatez: en ese momento hubiera acarreado mayores incomodidades y una gran vergüenza. Las cosas se complicaron. Tuve que adaptarme a las circunstancias y soportarla a ella, y lo que estaba haciendo conmigo.
El miércoles, como que pude manejar un poco más el asunto, de tal manera que pude por fin salir de casa y dirigirme al único lugar donde podría encontrar la solución al problema por un precio al alcance de mi bolsillo. Busqué a la persona indicada. Y una vez que ésta logró identificar a la causante de todo, procedió a darme las instrucciones correspondientes. Desde ya, estaba claro que el asunto no se resolvería de la noche a la mañana. Pero tampoco tendría que esperar tanto tiempo: siete días. Tan sólo siete días, a lo largo de los cuales le administraría de a pocos la sustancia que la llevaría a ella a su aniquilación.
A partir de esa misma noche, pues, la empecé a someter al constante martilleo químico. Y en ese momento, ella, que prácticamente me había tenido en sus manos, reveló su indefensión. Ahora, era yo quien tenía el poder. Claro que en un principio me impacienté, porque aún en la madrugada del viernes continuó ella con los arrebatos que su naturaleza había estado lanzando contra mí. Para la tarde, sin embargo, ya se empezaba a evidenciar su debilidad. Y el fin de semana pareció ella quedar sumida en un letargo que precedería a su pronta desaparición.
Tal fue mi experiencia de estos días con la salmonella.
1 comentario:
Uno no sabe con cuantas cosas se puede cruzar.
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